Artículo publicado por Por: Alberto Arroyo de Oñate · Sección: Prisma de la Revista Sul Ponticello.
Nuestras convicciones más arraigadas,
más indubitables, son las más sospechosas
J. Ortega y Gasset
Dicen que lo profundo perdura en el tiempo. Y debe de ser así, pues de lo contrario no podríamos explicarnos por qué pasan los siglos y seguimos maravillándonos con los textos de los clásicos griegos, o por qué escritores y poetas, uno tras otro, continúan escribiendo sobre el amor. Precisamente porque profundo quiere decir difícil de penetrar o comprender, o hacia lo hondo; es decir, perdurar en el tiempo es como acudir a un pozo al que se puede volver una y otra vez sin encontrar nunca el fondo.
Las reflexiones en torno al arte parecen también poseer algo que nunca se agota, y a través de esa disciplina que llamamos estética, vemos cómo surgen pensadores que plantean sobre algunas cuestiones concretas una perspectiva de alguna manera rompedora que nos invita a repensar el arte y a mantener viva la discusión y reflexión.
Ortega y Gasset es uno de esos grandes pensadores, de aquellos a los que debemos atender a pesar de que sea muy poco nombrado en los conservatorios y aunque hayan pasado más de 80 años desde la publicación de algunos de sus ensayos. Tuvo la capacidad de abordar temas enormemente complejos e inherentes a su tiempo y de expresarlos con una sencillez y riqueza asombrosas. Prueba de ello es el ensayo La deshumanización del arte que, aun habiendo sido publicado en 1925, sigue maravillando por tener una lectura enormemente actual, exactamente igual que ocurre con los textos de los clásicos griegos.
El famoso problema entre el público y el arte nuevo (Ortega se refiere a este arte como el surgido durante el primer cuarto del siglo XX y por tanto en oposición al realismo y naturalismo, es decir, hace referencia al futurismo, al arte abstracto, al surrealismo, cubismo, expresionismo, etc.) es analizado y entendido por nuestro escritor de una forma enormemente reveladora y pedagógica. Según Ortega, hay que pensar en el arte romántico como verdadero origen del ya citado divorcio entre parte del público y los artistas nuevos.
Las obras de arte del periodo romántico, que en su mayoría eran disfrutadas por la clase burguesa, trataban de recrear lo humano: un hombre es puesto en una situación cotidiana de conflicto que tiene que superar en una novela u obra de teatro, o dos mujeres pasean por un paisaje bucólico en cualquier cuadro. Este hecho hace que cualquier hombre pueda reconocerse en la obra de arte en cuestión, y por tanto pueda más o menos entenderla, o cuanto menos, no incomodarse con ella.
Ahora bien, pensemos que este hecho, esta relación entre artista, obra de arte y público, genera un hábito social y estético. Pensemos ahora en cómo debió reaccionar el público habituado a lo humano cuando vio por primera vez un cuadro de Kandinsky, cuando escuchó una obra de Debussy o cuando leyó un poema de Mallarmé. El escándalo debía estar servido.
Ortega lo describe del siguiente modo: un hombre va a ver una de las mencionadas obras de arte nuevo. Le disgusta enormemente porque no ha entendido nada, porque no se reconoce en ella. Automáticamente, se siente desorientado, humillado e inferior por no poder comprender la obra, y como reacción, el buen burgués[1] busca compensar ese sentimiento de humillación afirmándose a sí mismo de forma indignada.
A esto es a lo que Ortega llama lo humano, aquello en lo que una persona puede reconocer sus hábitos cotidianos. ¿Tiene la culpa Kandinsky de no presentar figuras humanas en sus cuadros, y por tanto de no agradar al público? ¿O es el burgués el realmente incapaz de aceptar propuestas estéticas fuera de sus hábitos, de sus pasiones diarias? Ante estas preguntas creo que sería más sensato no buscar culpables, pues si no estaríamos favoreciendo el divorcio entre unos y otros y agrandando las distancias; lo que pretendemos es precisamente lo contrario.
Lo que Ortega propone puede compararse con un ejercicio ocular sencillo: imaginemos que estamos mirando un jardín a través del vidrio de una ventana. Ahora bien, si nos concentramos en observar el jardín, debido a la propia naturaleza del ojo y de la luz, no podremos ver al mismo tiempo el vidrio, éste pasará desapercibido; y del mismo modo, si nuestra atención se centra en los detalles del cristal, veremos el jardín como un fondo borroso. Digamos que ambas operaciones son incompatibles: o bien observamos de forma precisa el jardín, o bien el vidrio.
El mismo efecto tiene percibir una obra de arte, pues o bien podemos buscar en ella aquellas pasiones humanas de la vida real con las que nos identificamos, o bien podemos centrar nuestra percepción en la obra en sí. La primera posibilidad supone no pararnos realmente a observar el cristal que tenemos delante, que sería la obra de arte y por tanto la verdadera intención del artista, mientras que la segunda supone poseer una cierta sensibilidad para apreciar el verdadero jugo de la obra.
Y aquí sería de interés pararse a reflexionar sobre cuán importante es el cristal como símbolo y metáfora del arte. Cuando en el ensayo de Ortega se habla de la realidad del cuadro, se está haciendo referencia no a buscar y reconocer la realidad que conocemos en el cuadro, sino a aquella realidad del cuadro en sí mismo, a la visión que el artista allí ha plasmado y que es algo así como un filtro o una interpretación personal de la vida. Es de alguna manera el mismo planteamiento de Heidegger: el arte no expresa la realidad en sí, sino que es símbolo para hablar sobre su verdad.
Y en este punto no sería de extrañar si pensáramos en los espejos cóncavos de Valle-Inclán o en la poesía de Díaz Mirón:
[…]
¿Qué cristal el que filtra y altera?
Pues mi humor peculiar, mi manera.
Para mí, por virtud de objetivo,
todo existe según lo percibo.
S. Díaz Mirón
Aunque Lachenmann en realidad no conoció a Ortega y Gasset en persona (algunos de sus ensayos datan de cuando el compositor alemán ni siquiera había nacido), sí podemos pensar que los dos textos que aquí nos ocupan están emparentados de alguna manera.
El pensamiento musical de Lachenmann plasmado en sus escritos Musik als existentielle Erfahrung (Música como experiencia existencial), si bien dista unos 40 años del de Ortega, plantea en esencia lo mismo que el pensador español: la costumbre como problemática de la belleza. Pensemos por un momento en la gastronomía: todos hemos probado algún plato exótico alguna vez, y es más que probable que nos haya sabido distinto e incluso raro a nuestro paladar. La repetición de hábitos, como comer durante años más o menos los mismos platos, crea patrones de gusto: lo que conozco me agrada, y por tanto no tengo problema en repetir lo que sé que funciona.
Ahora bien, pensemos en la diferencia entre reconocer algo y conocerlo por primera vez. En el primer caso, nuestro cerebro está cómodo, habituado y no necesita hacer grandes esfuerzos para funcionar, básicamente porque los circuitos neuronales ya están trazados anteriormente. Pero con la segunda acción (al conocer algo por primera vez) nuestro yo se confronta con la novedad, y con ello probablemente construya nuevos circuitos en nuestro cerebro. De hecho, estudios recientes muestran que cambiar los hábitos reduce las probabilidades de padecer alzheimer, como puede ocurrir cuando probamos un nuevo plato, cuando conocemos por primera vez a alguien o cuando buscamos un camino distinto al que hacemos todos los días andando.
También ha ocurrido así en la historia del arte occidental. Podemos observar cómo la fatiga estética termina por agotar el gusto y con ello un estilo determinado. Ocurrió, por ejemplo, tras los excesos de ornamentación del barroco en casi todas sus manifestaciones artísticas; como consecuencia, no es de extrañar la simplificación de formas y de detalles que encontramos en el periodo neoclásico.
Por eso es más que razonable el planteamiento estético de Helmut Lachenmann, que parte de un análisis y rechazo a la hiperdominancia del repertorio clásico-romántico en los auditorios de música clásica, una herencia arraigada en la “ideología del concierto burgués” del s. XIX. Y aquí es donde Lachenmann encuentra a Ortega, pues ambos coinciden en sus análisis sobre el dualismo tradición-arte nuevo: cuando el público escucha cualquier obra del repertorio tradicional, busca reconocer y acomodarse al hábito, no explorar territorios nuevos. Las obras nuevas suelen ser, por tanto, algo así como una masa amorfa e incómoda imposible de descifrar y con la que difícilmente se puede empatizar, y en consecuencia, el repertorio tradicional se convierte en una especie de bote salvavidas que nos da la seguridad y se reafirma una y otra vez como lo conocido, como lo cómodo.
Y en este punto es donde Lachenmann propone su propia visión de la música como experiencia: uno comienza a escuchar una obra que no conoce, y si bien al principio esa experiencia trata sobre la percepción de algo nuevo que irrita, a continuación lo que sucede es que uno se empieza a observar a sí mismo. Comienza a removerse y a confrontarse con lo desconocido, a inspeccionarse internamente y a experimentar la fricción entre el bagaje musical que tiene, con su historia y sus hábitos, y lo nuevo que se le está ofreciendo. Esa es la verdadera experiencia musical que plantea Lachenmann a través de su musique concrète instrumental; lo esencial no es tanto la obra en sí misma, sino la relación entre la propia obra y nuestra experiencia de observarnos: la belleza es el rechazo de la costumbre[2].
Se trata de alguna manera de romper la cadena que nos ata al hábito y al repertorio clásico-romántico. No es la primera vez que la ruptura con lo anterior genera nuevos gustos e invita a nuevas estéticas; en el fondo, ¿no trata la batalla de Hernani del conflicto entre el arte nuevo y arte viejo? ¿No fue entonces el Romanticismo atacado ferozmente como lo ha sido parte de la vanguardia del siglo XX?
Por ello, los conceptos de ruptura e incluso de muerte, entendidos como liberación, no han de entenderse como aspectos necesariamente negativos, sino más bien al contrario. En el mito de Edipo podemos reflexionar sobre qué significa para un hijo dar muerte con sus propias manos al padre; no es tema menor, pues de no ser así Freud no hubiera abordado la cuestión de la muerte del progenitor como liberación personal.
Mata a tu profesor (kill your teacher) son palabras que el propio Lachenmann pronunció durante una cena junto a jóvenes compositores, y por curioso que pueda parecer (recordemos lo importante que Nono fue en su vida, sobre todo si tenemos en cuenta la máxima de camina hacia lo desconocido que el maestro italiano le recomendó seguir), encierran una cuestión fundamental no sólo para cualquier artista que busca su propia voz, sino para cualquier persona; se trata de nuevo del tema de la ruptura con lo que nos ata, y por tanto, del comienzo del verdadero encuentro con uno mismo.
Y precisamente porque todos los compositores que en su día fueron rompedores, desde Monteverdi hasta Lachenmann, son los que han abierto nuevos espacios, son los que le han preguntado a la escucha por ella misma y han propuesto una nueva manera de oír, de percibir. Son verdaderos autores en el sentido original del término: Autor viene de auctor, el que aumenta. Los latinos llamaban así al general que ganaba para la patria un nuevo territorio[3].
A pesar de ello, la música de Lachenmann es a menudo enormemente clásica hablando en términos puramente musicales. Si uno conoce sus partituras y sus escritos, o si tiene la oportunidad de asistir a ensayos de su música, encontrará términos como melodía, variaciones, crescendo dramático, tumultoso, etc. No se trata por tanto de hacer tabula rasa y crear desde cero (y aquí sería de interés tratar el pensamiento de John Cage, aunque no nos ocupa en este artículo), pues de alguna manera u otra siempre existe una herencia y un diálogo entre la tradición y la vanguardia, es todo más rico y contradictorio de lo que pudiera parecer.
Como conclusión, deseamos invitar a ampliar horizontes siguiendo las reflexiones del propio Ortega y Gasset:
Poca es la vida si no piafa en ella un afán formidable de ampliar fronteras. Se vive en la proporción en que se ansía vivir más. Toda obstinación en mantenernos dentro de nuestro horizonte habitual significa debilidad, decadencia de las energías vitales. El horizonte es una línea biológica, un órgano viviente de nuestro ser; mientras gozamos de plenitud el horizonte emigra, se dilata, ondula casi al compás de nuestra respiración[4].
[1] Expresión utilizada por el propio Ortega haciendo referencia al público contemporáneo de su tiempo. J. Ortega y Gasset (2010): La deshumanización del arte. Barcelona, Planeta DeAgostini.
[2] Encontrado en el artículo firmado por P.Gianera (2014): Entrevista publicada en el diario La Nación, Argentina, 14 de marzo de 2014
[3] J. Ortega y Gasset (2010): La deshumanización del arte. Barcelona, Editorial Planeta DeAgostini.
[4] Ibíd.
OTROS ARTÍCULOS DEL AUTOR
Publicado el 03/07/2015 ˑ N° 19, jul 2015 ˑ Sección: Prisma de la Revista Sul Ponticello.
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